lunes, 3 de enero de 2011

Novecento: la revolución y nosotros, que la quisimos tanto



La pasada Nochevieja, apenas la gente de casa se fue a dormir una vez pasada la tontada de las 12 uvas (ya saben, las campanadas desde "Madrí"que señalan el nuevo año), un servidor se hizo con una botella de cava Gramona Imperial y una copa, y se sentó a ver enterita la versión integral de "Novecento", la genial película-río de Bernardo Bertolucci. Cinco horas de reloj. Cinco horas de cine; cinco horas de épica histórica; cinco horas de "prima de la rivoluzione".

De la película hay tres versiones: el montaje del director (la de cinco horas, dividida en dos partes), una de cuatro horas destinada al mercado norteamericano, y una de tres horas y pico que debería haber sido la versión comercial estándar y nunca llegó a proyectarse, al decir de Bertolucci. El film fue un éxito brutal en Europa, y un fracaso estrepitoso en EEUU y -oh- también en la URSS. En la entrevista incluida en los extras del DVD dice Bertolucci, con evidente humor malicioso, que las razones de la mala acogida en los dos países/Imperios mencionados se debió a que, para su sorpresa, los públicos de ambos coincidían en que en "Novecento" hay demasiadas banderas rojas ondeando: los yanquis no estaban acostumbrados a verlas en una película, y los soviéticos ya estaban aburridos de ellas.

Explica asimismo Bertolucci que para entender "Novecento" hay que desdeñar la mala traducción del título de la película como "1900", y recuperar su sentido real italiano que es "novecientos", es decir la centuria del siglo XX, que es el período de tiempo que pretende explicar el film. Otra clave reside en la oposición permanente en dualidades que traspasa toda la película, y no solo en referencia a la lucha de clases : terrateniente/campesino, campo/ciudad, hombre/mujer, revolucionario/fascista, valeroso/cobarde, trabajo/fiesta... y desde luego vida/muerte, plasmada desde las primeras escenas (la cacería de Àttila, el administrador fascista, el día de la liberación, e inmediatamente después el salto en el tiempo casi medio siglo atrás al nacimiento de los dos niños, el hijo del terrateniente y el hijo del jornalero el mismo día en que muere Verdi).

Bertolucci cuenta que nació y se crió en el campo, en la hacienda de su abuelo, un rico terrateniente, pasando más tiempo en las cabañas de los campesinos que en la casa señorial. Viviendo con aquella gente elemental se impregnó de sus valores, de su apego a la tierra, de sus sueños. Tanto así que devino un revolucionario, posición que nunca ha abandonado. Su filmografía presenta frescos épicos que como él dice, técnicamente tienen un ojo en el cine norteamericano de los orígenes del Séptimo Arte y el otro en los códigos fílmicos creados por el cine soviético de primera hora; todo ello al servicio de un concepto de cine europeo, de tesis, que intenta transmitir ideas a través de las sensaciones, y que tiene que ver quizá más con el cine social francés que con el italiano. En Bertolucci el neorrealismo de sus maestros (Rossellini, Passolini), se ha depurado hasta lograr un naturalismo que instala en el espectador la sensación de estar no observando a los personajes, sino moviéndose entre ellos y viviendo las situaciones en que se hallan inmersos. En "Novecento" en concreto, su director de fotografía, Vicenzo Storaro, logra momentos inolvidables en ese sentido, como la secuencia en la que, gracias a los movimientos de cámara, el espectador tiene la sensación de estar metido dentro del barullo que precede a la sentada de campesinos que quieren impedir el desahucio de un aparcero, mientras un escuadrón de caballería prepara sus sables para cargar contra ellos.

El elenco protagonista de "Novecento" es pura historia del cine. Burt Lancaster se ofreció a Bertolucci para trabajar gratis en la película apenas leyó el guión (su papel es el viejo patriarca terrateniente; absolutamente genial). A Robert de Niro (Alfredo Berlingheri, el vástago de los terratenientes) se lo recomendó Martin Scorsese, que acababa de dirigirlo en "Malas calles". De Niro está extraordinario: elegante, comedido, en ése punto entre la bondad y la tontería; nada que ver con sus histrionismos posteriores, cuando la industria cinematográfica estadounidense lo convirtió en un payaso gesticulante. Gerard Depardieu le da la réplica (es Olmo Dalco, el hijo de los campesinos): sobrio, sereno, seguro de sí mismo y de las ideas que encarna. El canadiense Donald Sutherland está inmenso, su manera de vivir el personaje de Áttila, el administrador de los Berlingheri y líder de la banda de "camisas negras" fascistas de la comarca, logra poner los pelos de punta; otro enorme actor, maleado luego por los estudios yanquis y su cine-basura alimenticio. La parte femenina es seguramente lo más flojo del plantel de actores: ni Dominique Sanda ni Stefani Sandrelli resultan muy convincentes. Nada que ver con ese fantástico "coro griego" de abuelas y madres campesinas encarnadas por actrices secundarias y mujeres sin experiencia cinematográfica previa, una pequeña masa que se mueve por toda la película con sus tocas negras, sus bocas desdentadas y sus viejas canciones campesinas de trabajo y revolución. Queda la sensación de que "Novecento" es una película "de hombres" y "entre hombres"; no podía ser de otro modo, el papel de las mujeres en la época retratada era el de sufridoras, testigos y a menudo víctimas, pero todavía no el de protagonistas.

No les cuento el argumento porque seguro que lo conocen, y si no es así corran a comprarse el DVD. En todo caso puede resumirse en una sola escena, una cumbre de la historia del cine, precisamente la penúltima escena del film. En ella los campesinos celebran la autoliberación armada en el patio de la hacienda, tras ajusticiar al asesino Àttila luego que éste confiese sus crímenes. Olmo les convence entonces para someter a juicio popular al patrón, a Alfredo. En una escena de altísimo contenido simbólico, Olmo, erigido en juez, condena a muerte a su amigo/némesis Alfredo pero inmediatamente apostilla que no van a matarle, porque "el patrón ya está muerto" y le dice a Alfredo Berlingheri que es libre de ir adonde quiera. Minutos después irrumpe en la hacienda un camión con partisanos del Comité de Liberación Nacional que en nombre del gobierno provisional formado por el PCI, el PSI, la DC y el Partido de Acción requisan las armas de los campesinos, que éstos entregan con resignación y algunas protestas. Un muchacho, un niño en realidad, el que ha detenido a Alfredo, se niega a entregar su fusil; un carabinero le da una bofetada y le quita el arma, que lanza al camión junto con las otras. Los partisanos se van, y los campesinos se dispersan. En el patio de la hacienda solo quedan el niño, sentado y llorando la pérdida, y Olmo y Alfredo mirándose a los ojos. Alfredo sonríe. "El patrón está vivo", musita.

Novecento.

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